Fotografías: Johanna Malcher
La geometría de la música rara vez encuentra una manifestación tan exacta como en Tool. No es una banda que simplemente toque canciones, sino un conjunto de arquitectos sonoros que diseñan experiencias meticulosamente calculadas. Cada acorde, cada golpe de batería y cada palabra pronunciada por Maynard James Keenan parecen responder a una lógica interna, como si fueran vértices de una ecuación que solo se resuelve en la percepción de quienes están ahí para escuchar.

El sábado 15 de marzo de 2025, en la Ciudad de México, se resolvió un nuevo teorema. Miles de personas asistieron a una ceremonia en la que la música, la matemática y el arte visual convergieron en una ecuación perfecta. No había celulares interrumpiendo la experiencia, no había pantallas que mediaban entre el artista y el público. Era un experimento en el que la inmersión era absoluta, y justo eso hizo que la noche se sintiera como un viaje extracorporal.
El ritual inicia: los heraldos del sonido
Antes de que Tool desplegara su universo sonoro, la velada comenzó con dos actos de peso propio. La primera banda en tomar el escenario fue Seven Humor After Violet, un proyecto que, a pesar de su juventud, ya carga con nombres de peso pesado en su alineación. Liderado por Shavo Odadjian (bajista de System of a Down), el grupo trajo una descarga de metalcore moderno con tintes electrónicos, cortesía de Alejandro Aranda (American Idol) y Taylor Barber (Left to Suffer) en las voces, mientras que Michael Montoya (Morgoth Beatz) y Josh Johnson (Winds of Plague) completaban la ecuación sonora.

Desde los primeros acordes, el público fue testigo de una combinación explosiva entre el metalcore, el deathcore y la experimentación electrónica. Canciones como Paradise y Dead Signal retumbaron en la explanada del Estadio Azteca, demostrando que la banda no está aquí solo por los nombres de sus integrantes, sino porque tiene algo nuevo que ofrecer.


Después, The Cult tomó el relevo con su estampa de rock atemporal. La banda británica, con más de 40 años de historia, aportó el equilibrio perfecto entre la energía del metal moderno y la elegancia de un sonido clásico. Ian Astbury, con su presencia casi chamánica, dirigió la ceremonia mientras Billy Duffy desataba riffs memorables que recordaban por qué himnos como She Sells Sanctuary, Love Removal Machine y Fire Woman siguen resonando con la misma intensidad que en los años 80.

El público, compuesto en su mayoría por devotos de Tool, recibió con respeto y entusiasmo ambas propuestas. Seven Humor After Violet aportó la frescura de lo emergente; The Cult, la solidez de la experiencia. Dos caras de una misma moneda que prepararon el terreno para lo que estaba por venir.
El viaje multisensorial de Tool
El escenario, una estructura mastodóntica flanqueada por dos pantallas monumentales, se erigía como un portal a otra realidad. Cuando las luces se apagaron, el público se sumió en un silencio expectante. El primer acorde de Fear Inoculum flotó en el aire como un mantra hipnótico, un llamado a lo desconocido.


Danny Carey, sentado en su catedral de tambores, marcó el pulso con precisión quirúrgica, mientras Adam Jones y Justin Chancellor construían un muro de sonido que oscilaba entre lo etéreo y lo colosal. Maynard, siempre en su posición característica, alejado del protagonismo visual, dejó que su voz se fundiera con la maquinaria perfecta que lo rodeaba.
La música de Tool no se limita a entretener; exige atención. No hay estribillos fáciles, no hay coros pegajosos. Cada canción es una progresión matemática de tensiones y liberaciones, de polirritmos imposibles y cambios de tiempo que desafían la intuición. En Jambi, el riff principal caía como una sentencia inapelable, mientras la guitarra de Jones modulaba el espacio-tiempo con su talkbox fantasmagórica.


Luego llegó Rosetta Stoned, un vendaval caótico de palabras y percusión frenética que parecía estar diseñando una espiral infinita, como si la música misma quisiera probar la hipótesis de que la conciencia puede expandirse hasta la disolución.
El trance visual y la devoción colectiva
Las pantallas gigantes proyectaban imágenes que parecían extraídas de una dimensión fractal. Ojos cósmicos se abrían y cerraban en patrones hipnóticos; cuerpos en transformación se disolvían en paisajes surrealistas. No eran simples acompañamientos visuales, sino una extensión de la música, una traducción gráfica de las progresiones armónicas y las atmósferas etéreas.
Cuando el público intentó corear el nombre de Maynard entre canciones, él, fiel a su estilo seco e impredecible, respondió después de Schism: “Sí, sé cómo me llamo. Esto es una jodida locura”. Un recordatorio de que Tool no es una banda que busca complacer, sino una entidad que funciona bajo sus propias reglas.


El éxtasis llegó con The Grudge, una explosión de agresividad y catarsis, con su legendario grito de casi medio minuto que pareció desgarrar el tejido de la realidad. Y cuando Chocolate Chip Trip llegó con su solo de batería hipnótico, Danny Carey demostró por qué es un matemático del ritmo, un alquimista del tiempo.
Para el cierre, Vicarious elevó la intensidad hasta el límite, una última descarga de complejidad y energía antes de que la noche se diluyera en el silencio de la despedida.

Cálculo exacto, emoción infinita
Tool no es una banda que toca canciones, sino una entidad que diseña experiencias. No es entretenimiento pasivo, sino una invitación a la introspección y la transformación. En México, 4,014 días después de su última visita, casi 11 años, resolvieron una vez más su teorema: el arte, cuando se ejecuta con precisión y profundidad, no necesita de distracciones externas.

Lo que quedó no fue solo el eco de la música, sino la certeza de haber sido parte de algo más grande. Una alineación perfecta entre sonido, imagen y percepción. Una ecuación donde la única incógnita era hasta qué punto cada espectador estaba dispuesto a dejarse llevar.

