A principios de los 2000, el nu metal estaba en su punto de ebullición: una mezcla cruda de guitarras pesadas, baterías que golpeaban como martillos y vocalistas que oscilaban entre gritos viscerales y melodías que se te pegaban al cerebro. Entre ese caos sonoro, System of a Down emergió como un ariete que no solo derribó puertas, sino que redefinió lo que una banda podía hacer con el género. No eran los más vendidos ni los más radiados, pero su capacidad para fusionar furia, política y experimentación los convirtió en la fuerza más indomable de la década.
El 4 de septiembre de 2001, una semana antes de que el mundo cambiara para siempre, System of a Down lanzó Toxicity. El disco no fue un simple éxito comercial —vendió más de 12 millones de copias en todo el mundo, según datos de la RIAA actualizados hasta 2023—; fue una declaración. “Chop Suey!” irrumpió con su riff entrecortado y esa línea, “Wake up!”, que Serj Tankian escupía como si estuviera sacudiendo a la humanidad por los hombros. La canción llegó al número 76 en el Billboard Hot 100, un logro raro para algo tan poco convencional. Mientras tanto, “Toxicity” y “Aerials” llevaban a la banda a un terreno donde las estructuras predecibles del nu metal se desmoronaban, reemplazadas por cambios de tempo abruptos y letras que cortaban como vidrio.
Lo que los hacía diferentes no era solo su sonido. System of a Down no se contentaba con gruñir sobre angustia adolescente o rabia sin rumbo, temas que dominaban el género. Ellos apuntaban más alto, metiendo en sus canciones críticas al consumismo, la guerra y el genocidio armenio —un tema personal para los cuatro miembros, todos descendientes de sobrevivientes—. En una entrevista de 2005 para Rolling Stone, Tankian explicó que no escribían para complacer: “Si algo nos molesta, lo decimos. Si suena raro, lo tocamos igual”. Esa actitud los mantuvo al margen de la fórmula que bandas como Limp Bizkit o incluso Linkin Park, con su pulida accesibilidad, abrazaron.
El pico de su potencia llegó con la dupla de 2005: Mezmerize y Hypnotize. Lanzados con seis meses de diferencia, estos discos mostraron a una banda en plena combustión creativa. “B.Y.O.B.”, con su grito de “Why don’t presidents fight the war?”, pegó como un puñetazo en un año donde la guerra de Irak seguía desangrando titulares. Ganó un Grammy a Mejor Interpretación de Hard Rock en 2006, prueba de que podían ser raros y resonar al mismo tiempo. “Holy Mountains”, por otro lado, era un lamento denso y teatral que ningún otro grupo del género se habría atrevido a grabar. Según Nielsen SoundScan, los dos álbumes juntos superaron los 8 millones de copias vendidas en Estados Unidos hasta 2010, un número que habla de su alcance sin necesidad de adornos.
No todo era caos controlado. La batería de John Dolmayan marcaba el pulso con precisión militar, mientras que los riffs de Daron Malakian —a veces afilados, a veces serpenteantes— daban a las canciones una textura que evitaba caer en el ruido genérico del nu metal. Shavo Odadjian, con su bajo, no solo seguía el ritmo: lo retorcía, dándole a temas como “Revenga” un groove que te obligaba a moverte aunque no quisieras. Juntos, crearon un sonido que no se parecía a nada más en 2005, cuando el género ya empezaba a desinflarse.
System of a Down no dominó los 2000 por duración —se tomaron un hiatus en 2006 que duró casi una década—, pero sí por intensidad. Mientras otros se diluían en baladas para la radio o se reciclaban hasta la irrelevancia, ellos dejaron cinco discos que todavía suenan como si estuvieran un paso adelante. No eran los reyes del mainstream ni los más prolíficos, pero si “potente” significa capacidad para sacudir, desafiar y perdurar, entonces System of a Down se lleva el título sin discusión. Los datos están ahí: Toxicity sigue entre los 200 álbumes más vendidos del siglo XXI según la RIAA. Los hechos hablan, y el eco de esos gritos todavía retumba.