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sábado, octubre 25, 2025
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    Yngwie Malmsteen: el titán neoclásico desató una tormenta de notas en el México

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    Anoche, bajo un cielo que derramaba una llovizna melancólica sobre la Ciudad de México, el Pabellón Oeste del Palacio de los Deportes se convirtió en un templo sagrado para los devotos del metal neoclásico. Mientras un océano de fans se agolpaba en el recinto principal para ver a Enjambre, banda pop que aún arrastra multitudes desde sus días dorados de los 2000, un grupo más selecto se congregaba aquí, en este rincón íntimo de la capital mexicana. No eran decenas de miles, pero no importaba. Como dijo un asistente con una camiseta gastada del Rising Force: “Aquí la cantidad es lo de menos; lo que cuenta es la calidad, y a Yngwie le sobra”. Y así, bajo la tenue lluvia, los fieles del shred —ejecución de instrumentos con un alto nivel de complejidad, técnica y velocidadaguardaban al maestro, al dios de las seis cuerdas, al sueco que redefinió la guitarra eléctrica: Yngwie Johann Malmsteen.

    Nacido el 30 de junio de 1963 en Estocolmo, Yngwie irrumpió en la escena del rock en los años 80 con una propuesta revolucionaria: fusionar la velocidad vertiginosa del heavy metal con la elegancia de la música clásica de Bach, Paganini y Vivaldi. Su álbum debut, Rising Force (1984), no solo marcó el nacimiento del metal neoclásico, sino que elevó la guitarra eléctrica a un nivel de virtuosismo nunca antes visto. Con más de 20 discos en su haber y una técnica que combina sweep picking, tapping, vibratos y arpegios endiablados, Malmsteen ha inspirado a generaciones de guitarristas, desde Jason Becker hasta John Petrucci. Esta noche, en el marco de su gira por el 40 aniversario de su carrera, México sería testigo de su reinado indiscutible.

    El ambiente afuera del Pabellón era tranquilo, casi reverencial. Los metaleros, con sus melenas al viento y camisetas de bandas como Rainbow y Dio, charlaban en pequeños grupos, compartiendo anécdotas de discos y conciertos pasados. No había el caos ni la efervescencia de un festival masivo; aquí reinaba una calma contemplativa, como si los asistentes se prepararan para una sinfonía de cámara. En los altavoces, piezas de música clásica —Bach, Vivaldi— envolvían la espera, un preludio que parecía susurrar: “Si Paganini viviera, estaría aquí, con la boca abierta”. Eran las 20:55, y la magia estaba a punto de desatarse.

    El telón cae, el Dios asciende

    A dos minutos de las 21:00, las luces del Pabellón se apagaron, y un rugido ensordecedor estremeció el recinto. Los primeros acordes resonaron, no de una canción, sino de Yngwie probando su Fender Stratocaster, un preludio que ya dejaba claro que la noche sería un huracán de notas. El escenario, minimalista y funcional, estaba diseñado para un solo protagonista. Una tarima despejada, un micrófono al centro para el maestro, que se movía con la libertad de un león en su territorio. A la izquierda, Nick Marino, tecladista que también asumía roles vocales cuando era necesario; junto a él, Emilio Martínez, bajista, y al fondo, en medio de una imponente pila de amplificadores Marshall, el baterista, Kevin Klingenschmid. La disposición no dejaba dudas: esto era el reino de Yngwie Malmsteen, y todos los reflectores apuntaban a él.

    El concierto arrancó con “Rising Force”, el himno que dio nombre a su álbum debut y al género mismo. Las primeras notas, cargadas de arpegios neoclásicos y riffs afilados, encendieron al público, que estalló en vítores. Cada acorde era una declaración de intenciones, cada solo un desafío a la física. Yngwie, con su melena ondeando y su Stratocaster blanca colgada al hombro, no hablaba mucho —un “muchas gracias, México” fue de lo poco que dijo—, pero su presencia era puro teatro. Patadas al aire, pasos hacia adelante y atrás, muecas de éxtasis, rodillas al suelo, contoneos en comunión con su guitarra: era un torbellino, un chamán en trance que conjuraba melodías imposibles. Tocaba con la boca, arrojaba la guitarra al aire, la hacía cantar con sweeps y tappings que desafiaban la lógica. Pocos en el mundo dominan el instrumento como él, y él lo sabe.

    Un setlist para la eternidad

    El setlist fue un recorrido por la carrera de Malmsteen, salpicado de tributos y sorpresas que elevaron la noche a proporciones míticas. Tras Rising Force, llegó “Top Down, Foot Down”, un tema cargado de energía que mostró la faceta más directa del sueco, con riffs que golpeaban como martillos. “Soldier” y “Into Valhalla / Baroque & Roll” siguieron, este último un medley que fusionaba la épica vikinga con escalas barrocas, como si Thor y Bach se hubieran dado la mano. La audiencia, hipnotizada, celebraba cada acorde, coreando “¡Yngwie, Yngwie!” con fervor religioso.

    “Relentless Fury” y “Like an Angel (For April)” ofrecieron un contraste magistral: la primera, un torbellino de velocidad y distorsión; la segunda, una balada cargada de emotividad, con melodías que arrancaron suspiros. “Lo escucho desde los 10 años, esto es un sueño”, confesó un fan con los ojos brillantes. “Para todos”, respondió otro, resumiendo el sentir colectivo. El Pabellón no era un lugar de moshpits ni caos; aquí, los sentimientos estaban a flor de piel. Había sonrisas, cabezas moviéndose al ritmo, y hasta alguna lágrima furtiva rodando por las mejillas de los más devotos.

    El repertorio continuó con “Now Your Ships Are Burned” y “Wolves at the Door”, temas que evocaron la intensidad de los primeros discos de Yngwie, seguidos por “(Si Vis Pacem) Parabellum”, de su álbum más reciente, demostrando que su fuego creativo sigue ardiendo. Entonces llegó un momento sublime: “Badinerie”, un cover de Johann Sebastian Bach, reinterpretado con cuerdas distorsionadas que parecían dialogar con el espíritu del compositor alemán. Le siguió “Paganini’s 4th / Adagio”, un homenaje al violinista que inspiró a Yngwie, con arpegios que danzaban como llamas.

    Uno de los picos emocionales llegó con “Far Beyond the Sun / Bohemian Rhapsody”. La primera, un clásico instrumental que es puro Malmsteen, desató una ovación ensordecedora con sus solos imposibles. Pero cuando Yngwie deslizó algunos acordes del himno de Queen, justo los que preceden al icónico momento de “Galileo, Galileo”, el Pabellón se estremeció. Fue un guiño maravilloso, un puente entre el metal neoclásico y el rock eterno, que erizó la piel de todos los presentes.

    El set continuó con “Seventh Sign”, “Toccata”, “Fire and Ice” y “Evil Eye”, cada tema un testimonio del dominio técnico y la pasión de Yngwie. Luego, pasada la hora de concierto, llegó un momento que unió generaciones: “Smoke on the Water” de Deep Purple, reinterpretada con el sello neoclásico de Malmsteen. El riff icónico resonó con una nueva vida, mientras el público cantaba al unísono, transformando el Pabellón en un coro de metal.

    “Trilogy (Vengeance)”, “Guitar Solo (1000 Cuts) / Overture”, “Blue” y “Fugue / Guitar Solo” llevaron el virtuosismo a su máxima expresión, con Yngwie desatando una cascada de notas que parecía desafiar las leyes del tiempo. A las 22:30, tras hora y media de puro éxtasis, Yngwie alzó su guitarra al cielo, como un guerrero ofreciendo su arma a los dioses, y abandonó el escenario junto a su banda.

    Dos canciones más, tocadas con la misma intensidad que la primera nota de la noche, sellaron el pacto con sus fans: “You Don’t Remember, I’ll Never Forget” y “Black Star”, este último un himno instrumental que encapsula todo lo que hace grande a Malmsteen: velocidad, melodía, emoción. Con un “thank you, muchas gracias”, Yngwie se despidió, mientras el público lo despedía con un “Oé, Oé, Oé, Yngwie- Malmsteen” que resonó como un himno vikingo.

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    Braulio Carbajal
    CEO-Editor de Heavy Mextal/ Periodista de economía, pero con alma de metal. "If there's a new way, i'll be the first in line..."/ Contacto: [email protected] o [email protected]/ Facebook: https://www.facebook.com/braulio.carbajalbucio

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