Fotografías: Johanna Malcher (@laweradeasfotosmerol)
La noche del 10 de diciembre de 2024, el Estadio Azteca se transformó en un castillo de tinieblas. En el profundo reino del metal, donde los reyes no mueren sino que reinan una y otra vez, King Diamond se alzó como la figura oscura que preside sobre los miedos y las melodías, sobre lo grotesco y lo sublime. Lo que ocurrió esa noche no fue solo un concierto; fue una inmersión a un mundo de horror gótico, un despliegue visual y sonoro digno de un reinado infernal. México, siempre fiel, una vez más se inclinó ante el emperador del heavy metal.
La oscuridad se adueñó de la Explanada del Estadio Azteca antes de que las primeras notas retumbaran en el aire. El anexo del estadio, habitualmente testigo de victorias y glorias deportivas, se convirtió en un terreno desolado y maldito, donde las sombras se proyectaban al ritmo de los acordes de guitarra, como si el mismo castillo de King Diamond hubiese sido erigido en ese preciso lugar.
La niebla, espesa y densa, parecía cubrir todo el lugar con un manto funerario, y cada destello de luz roja no solo iluminaba, sino que rasgaba la oscuridad, como la espada de un rey que busca reclamar su dominio. Antes de que las primeras palabras se hicieran escuchar, un aire de tensión invadió la arena. En ese instante, el miedo se convirtió en un invitado obligado, como si la propia muerte estuviera esperando en las sombras.
El Rey aparece: Un espectro que renace
La majestuosidad del espectáculo comenzó a tomar forma: un hospital maldito, una mansión de almas perdidas y torturadas, todo ello envuelto en una atmósfera densa, como si cada rincón del escenario guardara secretos oscuros.
Y fue entonces cuando el verdadero monarca de ese reino siniestro hizo su entrada triunfal. King Diamond, el titán de la voz aguda, emergió de las sombras como una aparición sobrenatural. Con su rostro pintado, semejante a una calavera que no entendía de tiempo ni de carne, parecía que acababa de despertar de un sueño eterno para imponer su voluntad sobre la tierra. Su voz, afilada como una daga, cortó la niebla mientras invocaba a los demonios de su propio repertorio.
Cada palabra de su canto era un hechizo que atrapaba al público, un encantamiento que hacía de los asistentes meros peones en su intrincado tablero de horror.
Es un rey sin trono, pero su corona de oscuridad resplandece sobre todos, y esa noche, México fue su reino, y su súbdito más leal. Desde el primer acorde de “Arrival”, el público fue transportado a otro mundo, un mundo donde la lógica se disolvía y solo quedaba la esencia del espectáculo, puro y aterrador. El teatro del horror estaba en marcha, y King Diamond, como un director de orquesta macabra, guiaba a su público a través de paisajes inquietantes.
Myrkur: El susurro en la oscuridad
Un príncipe del metal no gobierna solo, y esta vez, el Rey tuvo a su lado a una reina del éter. Myrkur, la sacerdotisa danesa, se alzó como la contraparte ideal para el reinado del metal. Su presencia en el escenario fue como una sombra que danza entre la luz y la oscuridad. La misma Myrkur que había sembrado un culto alrededor de su folk/black metal etéreo y sublime, ahora se alzaba como una figura que desafiaba el viento y la tormenta, su voz envolvente y casi angelical contrastaba maravillosamente con la crudeza de la música de King Diamond.
Su participación no fue un simple acompañamiento; fue como si ambas voces estuvieran condenadas a entrelazarse, a convertirse en una sola fuerza, que parecía poder romper la misma realidad. Myrkur no solo aportó su alma al escenario, sino que dotó a cada canción de una atmósfera aún más sobrenatural, como si su canto proviniera del más allá, del reino donde la música y la muerte se dan la mano.
La fiesta de los muertos: Un setlist para los fieles
Con la fuerza de un hechizo lanzado, el setlist comenzó a tomar forma. Las viejas leyendas de King Diamond, como “Halloween”, “Voodoo” y “Them”, no solo cobraron vida, sino que trascendieron las fronteras del tiempo. El público, en una entrega total, se convirtió en el coro de este ritual siniestro, cantando las letras de cada canción como si recitaran conjuros sagrados. Entre los muros invisibles de esta mansión de horrores, “Welcome Home” y “The Candle” brillaban como faros, como las reliquias de un pasado siniestro que nunca dejaban de latir en el corazón de los asistentes.
No obstante, las verdaderas joyas de la noche fueron los momentos más íntimos y dramáticos, como “Sleepless Nights” y “Spider Lilly”, que evocaron una sensación de desolación absoluta. Eran como fragmentos de un sueño roto, una pesadilla de la que nadie quería despertar.
A cada paso, el show se volvía más oscuro, más profundo, como si el propio suelo del estadio estuviera absorbiendo el alma de todos los presentes.
El final, sin embargo, llegó como un destino inevitable. En un gesto digno de un rey que conoce el peso de su poder, King Diamond invitó a un afortunado fan a elegir la última canción de la noche. No fue un simple azar; era la conclusión de un pacto místico, una conexión entre el líder y su pueblo, entre el arte y el espectador. El fan, con voz temblorosa pero decidida, eligió “Abigail”, la canción que encierra todo el alma del rey del metal. Y cuando las primeras notas resonaron en el aire, el recinto entero estalló en un grito colectivo, como si se hubiera desatado una tormenta, como si la misma tierra hubiera temblado ante el poder de la melodía.
El legado del Rey: El regreso al Reino
La noche terminó, pero la historia no lo hizo. Porque King Diamond, al igual que un rey que nunca abandona su trono, dejó en cada rincón de esa vasta explanada su sello imborrable. Y mientras los ecos de “Abigail” aún flotaban en el aire, el público mexicano supo que no solo había asistido a un concierto. Había sido parte de un rito ancestral, de una celebración donde el metal, el terror y la magia se fusionaron en una experiencia única.
La Explanada del Estadio Azteca, ahora marcada por las sombras del Rey, se convirtió en un lugar sagrado, donde los fieles del metal ya esperan el regreso de su monarca. Porque el Rey no muere; el Rey siempre regresa. Y México, siempre con los brazos abiertos, será su trono, una y otra vez.