Los 90 fueron un campo de batalla para el metal. El género, que había explotado en los 80 con el thrash y el glam, se ramificó en direcciones salvajes: groove, death, progresivo, nu-metal. En medio de ese caos, los guitarristas no solo tocaban; definían territorios, rompían reglas y daban forma a lo que escuchamos hoy. Pero si hay que señalar a uno que sobresalió por encima del resto en esa década, el nombre que resuena con más fuerza es el de Dimebag Darrell, el tipo que convirtió su guitarra en un arma de precisión y sentimiento con Pantera.
No se trata de romantizarlo. Los hechos hablan: Pantera pasó de ser una banda texana de segunda fila a un titán global entre 1990 y 1994, y Darrell Abbott —Dimebag para los amigos— fue el motor sónico de esa transformación. Cuando Cowboys from Hell salió en 1990, no era solo un disco; era una declaración. Esos riffs afilados, con palm-mutes que golpeaban como martillos, y solos que zigzagueaban entre el caos y la melodía, mostraron que el metal podía ser pesado sin perder groove. Luego llegó Vulgar Display of Power en 1992, y temas como “Walk” o “Mouth for War” dejaron claro que Dimebag no seguía tendencias: las creaba. Su manera de exprimir armónicos hasta hacerlos chillar y de bajar afinaciones sin sacrificar claridad era algo que nadie más estaba haciendo con esa naturalidad.
Darrell no era un prodigio técnico en el sentido de los shredders obsesionados con las escalas. No lo necesitaba. Su fuerza estaba en cómo hacía que cada nota contara, en cómo construía riffs que se te pegaban al cerebro y solos que sonaban como si estuvieran vivos. Basta con escuchar “Floods” de The Great Southern Trendkill (1996): ese outro, con sus bends lentos y su atmósfera casi cinematográfica, demuestra que sabía pintar con la guitarra, no solo aporrearla. Según una entrevista en la revista Guitar World de abril de 1994, Dimebag dijo que su meta era “hacer que la guitarra sonara como si estuviera cabreada, pero con clase”. Y lo logró.
Los números respaldan su peso en los 90. Far Beyond Driven (1994) debutó en el número 1 del Billboard 200, algo rarísimo para un disco tan crudo y poco comercial. Pantera llenaba arenas mientras el grunge dominaba las radios, y Dimebag era el imán: su equipo —la guitarra Dean ML, los amplis Randall, ese tono cortante— se volvió un estándar para una generación de músicos. El libro Official Truth, 101 Proof (2013), escrito por el bajista Rex Brown, detalla cómo las ideas de Dimebag moldeaban las canciones en el estudio, desde ajustar tempos hasta improvisar solos en una toma.
Claro, no estaba solo en la cima. John Petrucci, con Dream Theater, llevaba la guitarra a territorios cerebrales con Images and Words (1992), tejiendo arpegios y tapping que parecían imposibles. Chuck Schuldiner, cerebro de Death, fusionaba brutalidad y melodía en Human (1991) y Symbolic (1995), mientras James Hetfield seguía siendo el rey del riff con Metallica. Pero Dimebag tenía algo distinto: una mezcla de actitud callejera y habilidad que conectaba tanto con los puristas del metal como con los que solo querían sacudir la cabeza. Su estilo no era un ejercicio de academia; era una patada en la cara con botas de cowboy.
No todo era perfecto. Hacia el final de la década, Pantera empezó a tambalearse por tensiones internas y excesos, pero incluso en Reinventing the Steel (2000), Dimebag seguía sacando oro de su guitarra. Su muerte en 2004 cortó una carrera que aún tenía mucho por decir, pero los 90 fueron su terreno, y lo dominó. Si el metal de esa época era una guerra, él fue el general que ganó las batallas más ruidosas.